El penal anotado por Eric Dier desató una explosión. Los jugadores ingleses corrían a celebrar su paso a cuartos de final del Mundial, jugadores acostumbrados a los reflectores, a los autos costosos y a ser reyes del mundo, de repente, por un balón, se convertían de nuevo en niños, llenos de ilusión con el único objetivo de ganar, de hacerlo por su país, por su gente, por ese elemento tribal del deporte.
Gareth Southgate, que había fallado un penalti decisivo ante Alemania en la Euro de 1996, levantaba los brazos, aliviado, sabiendo que él y "sus muchachos" pasaban a la historia como los primeros seleccionados de "Los Tres Leones" en sobrevivir a esa ruleta rusa, oh la ironía, llamada tanda de penales.
En el mismo momento que los jugadores ingleses corrían y Southgate levantaba los brazos, en el banquillo de Colombia el elegido para liderar esta generación cafetera soltaba las primeras lágrimas. James Rodríguez, lejos de poder liderar a sus compañeros con su educada y sensible zurda, vivió una montaña rusa, de nuevo la ironía, de emociones que lo llevaron al punto más alto cuando Dios anotó, según el propio Yerry Mina, y lo depositaron en el más bajo cuando la fe no fue suficiente para que Carlos Bacca hiciera lo propio.
James, nunca Yeims, que en su carrera ha conocido la gloria, no podía contener las lágrimas por no haber podido ayudar a los suyos, a los que siente, a los que lleva en el corazón, más lejos. Por unos momentos nada de la privilegiada vida de un futbolista de élite tenía mayor valor que el objetivo que se había escapado.
En un deporte del que muchos se quejan porque solo se juega por dinero y reconocimiento individual, las explosiones de júbilo o tristeza dan la esperanza suficiente para saber que dentro de cada futbolista, aún existe ese niño que llevaba un balón e imaginaba ser ese héroe al que finalmente logró alcanzar.
Por: Allan Hrastoviak Fotos: twitter.com/England / twitter.com/jamesdrodriguez